Declaración de fe
Conozca los fundamentos doctrinales de nuestra congregación, en los cuales se basa nuestra enseñanza.
LAS SANTAS ESCRITURAS
- Enseñamos que la Biblia es la revelación escrita de Dios al hombre, y de esta manera los sesenta y seis libros de la Biblia que nos han sido dados por el Espíritu Santo constituyen la Palabra de Dios plenaria (inspirada en todas sus partes por igual) (1 Co. 2:7–14; 2 P. 1:20–21).
- Enseñamos que la Palabra de Dios es una revelación objetiva, proposicional (1 Ts. 2:13; 1 Co. 2:13), verbalmente inspirada en cada palabra (2 Ti. 3:16), absolutamente inerrante en los documentos originales, infalible y exhalada por Dios. Enseñamos la interpretación literal, gramatical-histórica de las Escrituras la cual afirma la creencia de que los capítulos de apertura de Génesis presentan la creación en seis días literales (Gn. 1:31; Éx. 31:17).
- Enseñamos que la Biblia constituye la única norma infalible de fe y práctica (Mt. 5:18; 24:35; Jn. 10:35; 16:12–13; 17:17; 1 Co. 2:13; 2 Ti. 3:15–17; He. 4:12; 2 P. 1:20–21).
- Enseñamos que Dios habló en su Palabra escrita mediante un proceso doble de autores. El Espíritu Santo guió de tal manera a los autores humanos que, a través de sus personalidades individuales y diferentes estilos de escritura, compusieron y escribieron la Palabra de Dios para el hombre (2 P. 1:20–21) sin error en el todo o en la parte (Mt. 5:18; 2 Ti. 3:16).
- Enseñamos que, mientras que puede haber varias aplicaciones de algún pasaje en particular de las Escrituras, no hay más que una interpretación verdadera. El significado de las Escrituras debe ser encontrado al aplicar de manera diligente el método de interpretación literal gramatical-histórico bajo la iluminación del Espíritu Santo (Jn. 7:17; 16:12–15; 1 Co. 2:7–15; 1 Jn. 2:20). La responsabilidad de los creyentes consiste en estudiar para llegar a la verdadera intención y significado de las Escrituras, reconociendo que la aplicación apropiada es obligatoria para todas las generaciones. Sin embargo, la verdad de las Escrituras está en una posición en la que juzga a los hombres, quienes nunca están en una posición de juzgarla a ella.
DIOS
Enseñamos que no hay más que un Dios vivo y verdadero (Dt. 6:4; Is. 45:5–7; 1 Co. 8:4), un Espíritu infinito, que todo lo sabe (Jn. 4:24), perfecto en todos sus atributos, uno en esencia, existiendo eternamente en tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo (Mt. 28:19; 2 Co. 13:14), mereciendo adoración y obediencia cada uno por igual.
Dios el Padre
- Enseñamos que Dios el Padre, la primera persona de la Trinidad, ordena y dispone todas las cosas de acuerdo a su propósito y gracia (Sal. 145:8–9; 1 Co. 8:6). Él es el Creador de todas las cosas (Gn. 1:1–31; Ef. 3:9). Como el único Gobernante absoluto y Omnipotente en el universo, Él es soberano en la creación, providencia y redención (Sal. 103:19; Ro. 11:36). Su paternidad involucra tanto su designación dentro de la Trinidad como su relación con la humanidad. Como el Creador Él es Padre de todos los hombres (Ef. 4:6), pero Él únicamente es el Padre espiritual de los creyentes (Ro. 8:14; 2 Co. 6:18). Él ha determinado para su propia gloria todas las cosas que suceden (Ef. 1:11). Él continuamente sostiene, dirige y gobierna a todas las criaturas y a todos los acontecimientos (1 Cr. 29:11). En su soberanía Él no es ni el autor del pecado ni quien lo aprueba (Hab. 1:13; Jn. 8:38–47), ni tampoco anula la responsabilidad de criaturas morales e inteligentes (1 P. 1:17). En su gracia ha escogido desde la eternidad pasada a aquellos a quienes Él ha determinado que sean suyos (Ef. 1:4–6); Él salva del pecado a todos los que vienen a Él por medio de Jesucristo; adopta como suyos a todos los que vienen a Él; y se convierte, al adoptarlos, en Padre de los suyos (Jn. 1:12; Ro. 8:15; Gá. 4:5; He. 12:5–9).
Dios el Hijo
- Enseñamos que Jesucristo, la segunda persona de la Trinidad, posee todos los atributos divinos y en estos Él es igual a Dios, consubstancial y coeterno con el Padre (Jn. 10:30; 14:9).
- Enseñamos que Dios el Padre creó de acuerdo a su propia voluntad, a través de su Hijo, Jesucristo, por medio de quien todas las cosas continúan existiendo y operando (Jn. 1:3; Col. 1:15–17; He. 1:2).
- Enseñamos que en la encarnación (Dios hecho hombre), Cristo rindió o hizo a un lado únicamente las prerrogativas de la deidad pero nada de la esencia divina, ni en grado ni en tipo. En su encarnación, la segunda persona de la Trinidad, existiendo eternamente, aceptó todas las características esenciales del ser humano y de esta manera se volvió el Dios-hombre (Fil. 2:5–8; Col. 2:9).
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Enseñamos que Jesucristo representa a la humanidad y deidad en una unidad indivisible (Mi. 5:2; Jn. 5:23; 14:9–10; Col. 2:9).
- Enseñamos que nuestro Señor Jesucristo nació de una virgen (Is. 7:14; Mt. 1:23, 25; Lc. 1:26–35); que Él era Dios encarnado (Jn. 1:1, 14); y que el propósito de la encarnación fue revelar a Dios, redimir a los hombres y gobernar sobre el reino de Dios (Sal. 2:7–9; Is. 9:6; Jn. 1:29; Fil. 2:9–11; He. 7:25–26; 1 P. 1:18–19).
- Enseñamos que en la encarnación, la segunda persona de la Trinidad hizo a un lado su derecho a todas las prerrogativas de coexistencia con Dios y se atribuyó una existencia apropiada a un siervo mientras que nunca se despojó de sus atributos divinos (Fil. 2:5–8).
- Enseñamos que nuestro Señor Jesucristo llevó a cabo nuestra redención por medio del derramamiento de su sangre y de su muerte sacrificial en la cruz, y que su muerte fue voluntaria, vicaria, sustituta, propiciatoria y redentora (Jn. 10:15; Ro. 3:24–25; 5:8; 1 P. 2:24).
- Enseñamos que debido a que la muerte de nuestro Señor Jesucristo fue eficaz, el pecador que cree es liberado del castigo, la paga, el poder y un día de la presencia misma del pecado; y que él es declarado justo, se le otorga vida eterna y es adoptado en la familia de Dios (Ro. 3:25; 5:8–9; 2 Co. 5:14–15; 1 P. 2:24; 3:18).
- Enseñamos que nuestra justificación es asegurada por su resurrección literal y física de los muertos y que Él ahora, después de haber ascendido, está a la diestra del Padre, donde ahora es nuestro Mediador como Abogado y Sumo Sacerdote (Mt. 28:6; Lc. 24:38–39; Hch. 2:30–31; Ro. 4:25; 8:34; He. 7:25; 9:24 1 Jn. 2:1).
- Enseñamos que en la resurrección de Jesucristo de la tumba, Dios confirmó la deidad de su Hijo y demostró que Dios ha aceptado la obra expiatoria de Cristo en la cruz. La resurrección corporal de Jesús también es la garantía de una vida de resurrección futura para todos los creyentes (Jn. 5:26–29; 14:19; Ro. 1:4; 4:25; 6:5–10; 1 Co. 15:20–23).
- Enseñamos que Jesucristo regresará para llevarse a la iglesia, la cual es su cuerpo, en el arrebatamiento, y al regresar con su iglesia en gloria, establecerá su reino milenario en la tierra (Hch. 1:9–11; 1 Ts. 4:13–18; Ap. 20).
- Enseñamos que el Señor Jesucristo es aquel a través de quien Dios juzgará a toda la humanidad (Jn. 5:22–23):
a. Creyentes (1 Co. 3:10–15; 2 Co. 5:10)
b. Habitantes de la tierra que estén vivos cuando Él regrese en gloria (Mt. 25:31–46)
c. Muertos incrédulos ante el gran trono blanco (Ap. 20:11–15)
- Como el Mediador entre Dios y el hombre (1 Ti. 2:5), la Cabeza de su Cuerpo que es la iglesia (Ef. 1:22; 5:23; Col. 1:18) y el Rey universal venidero, quien reinará en el trono de David (Is. 9:6; Lc. 1:31–33), Él es el Juez que tiene la última palabra sobre todos los que no confían en Él como Señor y Salvador (Mt. 25:14–46; Hch. 17:30–31).
Dios el Espíritu Santo
- Enseñamos que el Espíritu Santo es una persona divina, eterna, no derivada, que posee todos los atributos de personalidad y deidad incluyendo intelecto (1 Co. 2:10–13), emociones (Ef. 4:30), voluntad (1 Co. 12:11), eternalidad (He. 9:14), omnipresencia (Sal. 139:7–10), omnisciencia (Is. 40:13–14), omnipotencia (Ro. 15:13) y veracidad (Jn. 16:13). En todos los atributos divinos y en sustancia Él es igual al Padre y al Hijo (Mt. 28:19; Hch. 5:3–4; 28:25–26; 1 Co. 12:4–6; 2 Co. 13:14; y Jer. 31:31–34 con He. 10:15–17).
- Enseñamos que el Espíritu Santo ejecuta la voluntad divina con relación a toda la humanidad. Reconocemos su actividad soberana en la creación (Gn. 1:2), la encarnación (Mt. 1:18), la revelación escrita (2 P. 1:20–21) y la obra de salvación (Jn. 3:5–7).
- Enseñamos que la obra del Espíritu Santo en esta época comenzó en Pentecostés cuando Él descendió del Padre como fue prometido por Cristo (Jn. 14:16–17; 15:26) para iniciar y completar la edificación del Cuerpo de Cristo, el cual es su iglesia (1 Co. 12:13). El amplio espectro de su actividad divina incluye convencer al mundo de pecado, de justicia y de juicio; glorificando al Señor Jesucristo y transformando a los creyentes a la imagen de Cristo (Jn. 16:7–9; Hch. 1:5; 2:4; Ro. 8:9; 2 Co. 3:6; Ef. 1:13).
- Enseñamos que el Espíritu Santo es el Maestro divino, quien guió a los apóstoles y profetas en toda la verdad conforme ellos se entregaban a escribir la revelación de Dios, la Biblia. Todo creyente posee la presencia del Espíritu Santo, quien mora en él desde el momento de la salvación. El deber de todos los que han nacido del Espíritu consiste en ser llenos (controlados por) el Espíritu (Jn. 16:13; Ro. 8:9; Ef. 5:18; 2 P. 1:19–21; 1 Jn. 2:20, 27).
- Enseñamos que el Espíritu Santo administra dones espirituales a la iglesia. El Espíritu Santo no se glorifica a sí mismo ni a sus dones por medio de muestras ostentosas, sino que glorifica a Cristo al implementar su obra de redención de los perdidos y edificación de los creyentes en la santísima fe (Jn. 16:13–14; Hch. 1:8; 1 Co. 12:4–11; 2 Co. 3:18).
- Enseñamos con respecto a esto, que Dios el Espíritu Santo es soberano en otorgar todos sus dones para el perfeccionamiento de los santos hoy día y que hablar en lenguas y la operación de los milagros de señales en los primeros días de la iglesia, fueron con el propósito de apuntar y certificar a los apóstoles como reveladores de verdad divina, y su propósito nunca fue el de ser característicos de la vida de los creyentes (1 Co. 12:4–11; 13:8–10; 2 Co. 12:12; Ef. 4:7–12; He. 2:1–4).
EL HOMBRE
- Enseñamos que el hombre fue directa e inmediatamente creado por Dios a su imagen y semejanza. El hombre fue creado libre de pecado con una naturaleza racional, con inteligencia, voluntad, determinación personal y responsabilidad moral para con Dios (Gn. 2:7, 15–25; Stg. 3:9).
- Enseñamos que la intención de Dios en la creación del hombre fue que el mismo glorificara a Dios, disfrutara de la comunión con Él, viviera su vida en la voluntad de Dios y de esta manera cumpliera el propósito de Dios para el hombre en el mundo (Is. 43:7; Col. 1:16; Ap. 4:11).
- Enseñamos que en el pecado de desobediencia de Adán a la voluntad revelada de Dios y a la Palabra de Dios, el hombre perdió su inocencia, incurrió en la pena de muerte espiritual y física, se volvió sujeto a la ira de Dios, y se volvió inherentemente corrupto y totalmente incapaz de escoger o hacer lo que es aceptable a Dios fuera de la gracia divina. Sin poder alguno para tener la capacidad en sí mismo de restauración, el hombre está perdido sin esperanza alguna. Por lo tanto, la salvación es en su totalidad la obra de la gracia de Dios por medio de la obra redentora de nuestro Señor Jesucristo (Gn. 2:16–17; 3:1–19; Jn. 3:36; Ro. 3:23; 6:23; 1 Co. 2:14; Ef. 2:1–3; 1 Ti. 2:13–14; 1 Jn. 1:8).
- Enseñamos que debido a que todos los hombres de todas las épocas de la historia estaban en Adán, se les ha transmitido una naturaleza corrompida por el pecado de Adán, siendo Jesucristo la única excepción. Por lo tanto, todos los hombres son pecadores por naturaleza, por decisión personal y por declaración divina (Sal. 14:1–3; Jer. 17:9; Ro. 3:9–18, 23; 5:10–12).
LA SALVACIÓN
Enseñamos que la salvación es totalmente de Dios por gracia basada en la redención de Jesucristo, el mérito de su sangre derramada, y que no está basada en méritos humanos u obras (Jn. 1:12; Ef. 1:7; 2:8–10; 1 P. 1:18–19).
Regeneración
- Enseñamos que la regeneración es una obra sobrenatural del Espíritu Santo mediante la cual la naturaleza divina y la vida divina son dadas (Jn. 3:3–7; Tit. 3:5). Es instantánea y llevada a cabo únicamente por el poder del Espíritu Santo a través de la Palabra de Dios (Jn. 5:24), cuando el pecador en arrepentimiento, al ser capacitado por el Espíritu Santo, responde con fe a la provisión divina de la salvación. La regeneración genuina es manifestada en frutos dignos de arrepentimiento que se demuestran en actitudes y conducta justas. Las buenas obras serán su evidencia apropiada y fruto (1 Co. 6:19–20; Ef. 2:10), y serán experimentadas hasta el punto en el que el creyente se somete al control del Espíritu Santo en su vida por la obediencia fiel a la Palabra de Dios (Ef. 5:17–21; Fil. 2:12b; Col. 3:16; 2 P. 1:4–10). Esta obediencia hace que el creyente sea conformado más y más a la imagen de nuestro Señor Jesucristo (2 Co. 3:18). Tal conformidad llega a su clímax en la glorificación del creyente en la venida de Cristo (Ro. 8:17; 2 P. 1:4; 1 Jn. 3:2–3).
Elección
- Enseñamos que la elección es el acto de Dios mediante el cual, antes de la fundación del mundo, Él escogió en Cristo a aquellos a quienes Él en su gracia regenera, salva y santifica (Ro. 8:28–30; Ef. 1:4–11; 2 Ts. 2:13; 2 Ti. 2:10; 1 P. 1:1–2).
- Enseñamos que la elección soberana no contradice o niega la responsabilidad del hombre de arrepentirse y confiar en Cristo como Salvador y Señor (Ez. 18:23, 32; 33:11; Jn. 3:18–19, 36; 5:40; Ro. 9:22–23; 2 Ts. 2:10–12; Ap. 22:17). No obstante, debido a que la gracia soberana incluye tanto el medio para recibir la dádiva de salvación como también la dádiva misma, la elección soberana resultará en lo que Dios determina. Todos aquellos a quienes el Padre llama a sí mismo vendrán con fe y todos los que vienen con fe, el Padre los recibirá (Jn. 6:37–40, 44; Hch. 13:48; Stg. 4:8).
- Enseñamos que el favor inmerecido de Dios que concede a pecadores totalmente depravados no está relacionado ni a alguna iniciativa de su parte ni a que Dios sepa lo que puedan hacer de su propia voluntad, sino que es absolutamente a partir de su gracia soberana y misericordia, sin relación alguna con cualquier otra cosa fuera de Él (Ef. 1:4–7; Tit. 3:4–7; 1 P. 1:2).
- Enseñamos que la elección no debe ser vista como si estuviera basada meramente en la soberanía abstracta. Dios es verdaderamente soberano pero Él ejercita esta soberanía en armonía con sus otros atributos, en particular su omniciencia, justicia, santidad, sabiduría, gracia y amor (Ro. 9:11–16). Esta soberanía siempre exaltará la voluntad de Dios de una manera que es totalmente consecuente con su persona como se revela en la vida de nuestro Señor Jesucristo (Mt. 11:25–28; 2 Ti. 1:9).
Justificación
- Enseñamos que la justificación delante de Dios es un acto de sí mismo (Ro. 8:33) por medio del cual Él declara justos a aquellos a quienes, a través de la fe en Cristo, se arrepienten de sus pecados (Lc. 13:3; Hch. 2:38; 3:19; 11:18; Ro. 2:4; 2 Co. 7:10; Is. 55:6–7) y lo confiesan como Señor soberano (Ro. 10:9–10; 1 Co. 12:3; 2 Co. 4:5; Fil. 2:11). Esta justicia es independiente de cualquier virtud u obra del hombre (Ro. 3:20; 4:6) e involucra la imputación de nuestros pecados a Cristo (Col. 2:14; 1 P. 2:24) y la imputación de la justicia de Cristo a nosotros (1 Co. 1:30; 2 Co. 5:21). Por medio de esto, Dios puede ser “el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús” (Ro. 3:26).
Santificación
- Enseñamos que todo creyente es santificado (apartado) para Dios por la justificación y por lo tanto, declarado santo e identificado como un santo. Esta santificación es posicional e instantánea y no debe ser confundida con la santificación progresiva. Esta santificación tiene que ver con la posición del creyente, no con su vida práctica actual o condición (Hch. 20:32; 1 Co. 1:2, 30; 6:11; 2 Ts. 2:13; He. 2:11; 3:1; 10:10, 14; 13:12; 1 P. 1:2).
- Enseñamos que por la obra del Espíritu Santo también hay una santificación progresiva mediante la cual el estado del creyente es llevado a un punto más cercano a la posición que disfruta por medio de la justificación. A través de la obediencia a la Palabra de Dios y la capacidad dada por el Espíritu Santo, el creyente es capaz de llevar una vida de mayor santidad en conformidad con la voluntad de Dios, volviéndose más y más como nuestro Señor Jesucristo (Jn. 17:17, 19; Ro. 6:1–22; 2 Co. 3:18; 1 Ts. 4:3–4; 5:23).
- Con respecto a esto, enseñamos que toda persona salva está involucrada en un conflicto diario, la nueva naturaleza en Cristo batallando en contra de la carne, pero hay provisión adecuada para la victoria por medio del poder del Espíritu Santo quien mora en el creyente. No obstante, la batalla permanece en el creyente a lo largo de esta vida terrenal y nunca se termina por completo. Toda afirmación de que un creyente puede erradicar el pecado de su vida en esta existencia terrenal, no es bíblica. La erradicación del pecado no es posible, pero el Espíritu Santo proporciona lo necesario para la victoria sobre el pecado (Gá. 5:16–25; Fil. 3:12; Col. 3:9–10; 1 P. 1:14–16; 1 Jn. 3:5–9).
Seguridad
- Enseñamos que todos los redimidos, una vez que han sido salvos, son guardados por el poder de Dios y de esta manera están seguros en Cristo para siempre (Jn. 5:24; 6:37–40; 10:27–30; Ro. 5:9–10; 8:1, 31–39; 1 Co. 1:4–8; Ef. 4:30; He. 7:25; 13:5; 1 P. 1:5; Jud. 24).
- Enseñamos que el privilegio de los creyentes es regocijarse en la certidumbre de su salvación por medio del testimonio de la Palabra de Dios, el cual con claridad nos prohíbe el uso de la libertad cristiana como ocasión para vivir en pecado y carnalidad (Ro. 6:15–22; Gá. 5:13, 25–26; Tit. 2:11–14).
Separación
- Enseñamos que a lo largo del Antiguo y Nuevo Testamento claramente se llama a la separación del pecado, y que las Escrituras con claridad indican que en los últimos días la apostasía y la mundanalidad se incrementarán (2 Co. 6:14–7:1; 2 Ti. 3:1–5; 1 Ti. 4:1–3).
- Enseñamos que a partir de una profunda gratitud por la gracia inmerecida de Dios que nos ha sido otorgada y debido a que nuestro Dios glorioso es tan digno de nuestra consagración total, todos los salvos debemos vivir de tal manera que demostremos nuestro amor reverente a Dios y de esta manera no traer deshonra a nuestro Señor y Salvador. También enseñamos que Dios nos manda a que nos separemos de toda apostasía religiosa y prácticas mundanas y pecaminosas (Ro. 12:1–2; 1 Co. 5:9–13; 2 Co. 6:14–7:1; 1 Jn. 2:15–17; 2 Jn. 9–11).
- Enseñamos que los creyentes deben estar separados para nuestro Señor Jesucristo (2 Ts. 1:11–12; He. 12:1–2) y afirmar que la vida cristiana es una vida de justicia obediente que refleja la enseñanza de las Bienaventuranzas (Mt. 5:2–12) y una búsqueda continua de santidad (Ro. 12:1–2; 2 Co. 7:1; He. 12:14; Tit. 2:11–14; 1 Jn. 3:1–10).
LA IGLESIA
- Enseñamos que todos los que confían en Jesucristo son inmediatamente colocados por el Espíritu Santo en un Cuerpo espiritual unido: la iglesia (1 Co. 12:12–13), la novia de Cristo (2 Co. 11:2; Ef. 5:23–32; Ap. 19:7–8), de la cual Cristo es la cabeza (Ef. 1:22; 4:15; Col. 1:18).
- Enseñamos que la formación de la iglesia, el Cuerpo de Cristo, comenzó en el día de Pentecostés (Hch. 2:1–21, 38–47) y será completada cuando Cristo venga por los suyos en el rapto (1 Co. 15:51–52; 1 Ts. 4:13–18).
- Enseñamos que la iglesia es un organismo espiritual único diseñado por Cristo, constituido por todos los creyentes que han nacido de nuevo en la época actual (Ef. 2:11–3:6). La iglesia es distinta a Israel (1 Co. 10:32), un misterio no revelado, sino hasta esta época (Ef. 3:1–6; 5:32).
- Enseñamos que el establecimiento y continuidad de iglesias locales es claramente enseñado y definido en las Escrituras del Nuevo Testamento (Hch. 14:23, 27; 20:17, 28; Gá. 1:2; Fil. 1:1; 1 Ts. 1:1; 2 Ts. 1:1) y que los miembros del único cuerpo espiritual son dirigidos a asociarse juntos en asambleas locales (1 Co. 11:18–20; He. 10:25).
- Enseñamos que la autoridad suprema de la iglesia es Cristo (1 Co. 11:3; Ef. 1:22; Col. 1:18) y que el liderazgo, dones, orden, disciplina y adoración son determinados por medio de la soberanía de Cristo como se encuentra en las Escrituras. Las personas bíblicamente designadas sirviendo bajo Cristo y sobre la asamblea son los ancianos (también llamados obispos, pastores y pastores-maestros; Hch. 20:28; Ef. 4:11) y diáconos. Tanto ancianos como diáconos deben cumplir con los requisitos bíblicos (1 Ti. 3:1–13; Tit. 1:5–9; 1 P. 5:1–5).
- Enseñamos que estos líderes guían o gobiernan como siervos de Cristo (1 Ti. 5:17–22) y tienen la autoridad de Cristo al dirigir la iglesia. La congregación debe someterse a liderazgo de ellos (He. 13:7, 17).
- Enseñamos la importancia del discipulado (Mt. 28:19–20; 2 Ti. 2:2), responsabilidad mutua de todos los creyentes los unos con los otros (Mt. 18:5–14), como también la necesidad de disciplina de los miembros de la congregación que están en pecado de acuerdo con las normas de las Escrituras (Mt. 18:15–22; Hch. 5:1–11; 1 Co. 5:1–13; 2 Ts. 3:6–15; 1 Ti. 1:19–20; Tit. 1:10–16).
- Enseñamos la autonomía de la iglesia local, la cual es libre de cualquier autoridad externa o control, con el derecho de gobernarse a sí misma y con libertad de interferencias de cualquier jerarquía de individuos u organizaciones (Tit. 1:5). Enseñamos que es bíblico que las iglesias verdaderas cooperen entre ellas para la presentación y propagación de la fe. No obstante, cada iglesia local, a través de sus ancianos y su interpretación y aplicación de las Escrituras, debe ser el único juez de la medida y método de su cooperación. Los ancianos deben determinar todos los demás asuntos en cuanto a ser miembros, normas, disciplina, benevolencia, como también gobierno (Hch. 15:19–31; 20–28; 1 Co. 5:4–7; 13:1; 1 P. 5:1–4).
- Enseñamos que el propósito de la iglesia es glorificar a Dios (Ef. 3:21) al edificarse a sí misma en la fe (Ef. 4:13–16), al ser instruida en la Palabra (2 Ti. 2:2, 15; 3:16–17), al tener comunión (Hch. 2:47; 1 Jn. 1:3), al guardar las ordenanzas (Lc. 22:19; Hch. 2:38–42) y al extender y comunicar el evangelio al mundo entero (Mt. 28:19; Hch. 1:8; 2:42).
- Enseñamos el llamado de todos los santos a la obra del servicio (1 Co. 15:58; Ef. 4:12; Ap. 22:12).
- Enseñamos la necesidad de que la iglesia coopere con Dios conforme Él lleva a cabo sus propósitos en el mundo. Para ese fin, Dios da a la iglesia dones espirituales. En primer lugar, Él da hombres escogidos con el propósito de preparar a los santos para la obra del ministerio (Ef. 4:7–12) y Él también da capacidades únicas y especiales a cada miembro del Cuerpo de Cristo (Ro. 12:5–8; 1 Co. 12:4–31; 1 P. 4:10–11).
- Enseñamos que hubo dos clases de dones dadas en la iglesia primitiva: dones milagrosos de revelación divina y sanidad, otorgados temporalmente en la era apostólica con el propósito de confirmar la autenticidad del mensaje de los apóstoles (He. 2:3–4; 2 Co. 12:12); y dones de ministerio, dados para preparar a los creyentes de tal manera que puedan edificarse los unos a los otros. Con la revelación del Nuevo Testamento ya terminada, las Escrituras se convierten en la única prueba de autenticidad del mensaje de un hombre, y los dones de confirmación de una naturaleza milagrosa ya no son necesarios para certificar a un hombre o a su mensaje (1 Co. 13:8–12). Los dones milagrosos pueden llegar a ser falsificados por Satanás al punto de engañar aun a creyentes (Mt. 24:24). Los únicos dones en operación hoy día son aquellos dones de una naturaleza en la que no hay revelación, de edificación (Ro. 12:6–8). Enseñamos que nadie posee el don de sanidad hoy día, pero que Dios oye y responde a la oración de fe y responderá de acuerdo con su propia voluntad perfecta por los enfermos, los que están sufriendo y los que están afligidos (Lc. 18:1–6; Jn. 5:7–9; 2 Co. 12:6–10; Stg. 5:13–16; 1 Jn. 5:14–15).
- Enseñamos que a la iglesia local se le han dado dos ordenanzas: el bautismo y la Cena del Señor (Hch. 2:38–42). El bautismo cristiano por inmersión (Hch. 8:36–39) es el testimonio solemne y hermoso de un creyente mostrando su fe en el Salvador crucificado, sepultado y resucitado, y su unión con Él en su muerte al pecado y resurrección a una nueva vida (Ro. 6:1–11). También es una señal de comunión e identificación con el cuerpo visible de Cristo (Hch. 2:41–42).
- Enseñamos que la Cena del Señor es la conmemoración y proclamación de su muerte hasta que Él venga, y siempre debe ser precedida por una solemne evaluación personal (1 Co. 11:28–32). También enseñamos que mientras que los elementos de la Comunión únicamente representan la carne y la sangre de Cristo, la Cena del Señor es de hecho una comunión con el Cristo resucitado quien está presente de una manera única, teniendo comunión con su pueblo (1 Co. 10:16).
LOS ÁNGELES
Ángeles santos
- Enseñamos que los ángeles son seres creados y por lo tanto, no deben ser adorados. Aunque son un orden más elevado de creación que el hombre, han sido creados para servir a Dios y para adorarlo (Lc. 2:9–14; He. 1:6–7, 14; 2:6–7; Ap. 5:11–14; 19:10; 22:9).
Ángeles caídos
- Enseñamos que Satanás es un ángel creado y el autor del pecado. Él incurrió en el juicio de Dios al rebelarse en contra de su Creador (Is. 14:12–17; Ez. 28:11–19), al llevar a varios ángeles con él en su caída (Mt. 25:41; Ap. 12:1–14), y al introducir el pecado a la raza humana por su tentación de Eva (Gn. 3:1–15).
- Enseñamos que Satanás es el enemigo abierto y declarado de Dios y el hombre (Is. 14:13–14; Mt. 4:1–11; Ap. 12:9–10), el príncipe de este mundo, quien ha sido derrotado mediante la muerte y resurrección de Jesucristo (Ro. 16:20); y que será eternamente castigado en el lago de fuego (Is. 14:12–17; Ez. 28:11–19; Mt. 25:41; Ap. 20:10).
LAS ÚLTIMAS COSAS (ESCATOLOGÍA)
Muerte
- Enseñamos que la muerte física no involucra la pérdida de nuestra conciencia inmaterial (Ap. 6:9–11), que el alma de los redimidos pasa inmediatamente a la presencia de Cristo (Lc. 23:43; Fil. 1:23; 2 Co. 5:8), que hay una separación entre el alma y el cuerpo (Fil. 1:21–24), y que para los redimidos tal separación continuará hasta el rapto (1 Ts. 4:13–17), el cual inicia la primera resurrección (Ap. 20:4–6), cuando nuestra alma y nuestro cuerpo se volverán a unir y serán glorificados para siempre con nuestro Señor (Fil. 3:21; 1 Co. 15:35–44, 50–54). Hasta ese momento, las almas de los redimidos en Cristo permanecerán en comunión gozosa con nuestro Señor Jesucristo (2 Co. 5:8).
- Enseñamos la resurrección corporal de todos los hombres, los salvos a vida eterna (Jn. 6:39; Ro. 8:10–11, 19–23; 2 Co. 4:14), y los inconversos a juicio y castigo eterno (Dn. 12:2; Jn. 5:29; Ap. 20:13–15).
- Enseñamos que las almas de los que no son salvos al morir son guardadas bajo castigo hasta la segunda resurrección (Lc. 16:19–26; Ap. 20:13–15), cuando el alma y el cuerpo de resurrección serán unidos (Jn. 5:28–29). Entonces ellos aparecerán en el juicio del gran trono blanco (Ap. 20:11–15) y serán arrojados al infierno, el lago de fuego (Mt. 25:41–46), separados de la vida de Dios para siempre (Dn. 12:2; Mt. 25:41–46; 2 Ts. 1:7–9).
El rapto de la iglesia
- Enseñamos el regreso personal y corporal de nuestro Señor Jesucristo antes de la tribulación de siete años (1 Ts. 4:16; Tit. 2:13) para sacar a su iglesia de esta tierra (Jn. 14:1–3; 1 Co. 15:51–53; 1 Ts. 4:15–5:11) y, entre este acontecimiento y su regreso glorioso con sus santos, para recompensar a los creyentes de acuerdo a sus obras (1 Co. 3:11–15; 2 Co. 5:10).
El período de tribulación
- Enseñamos que inmediatamente después de sacar a la iglesia de la tierra (Jn. 14:1–3; 1 Ts. 4:13–18) los justos juicios de Dios serán derramados sobre un mundo incrédulo (Jer. 30:7; Dn. 9:27; 12:1; 2 Ts. 2:7–12; Ap. 16), y que estos juicios llegarán a su clímax para el tiempo del regreso de Cristo en gloria a la tierra (Mt. 24:27–31; 25:31–46; 2 Ts. 2:7–12). En ese momento los santos del Antiguo Testamento y de la tribulación serán resucitados y los vivos serán juzgados (Dn. 12:2–3; Ap. 20:4–6). Este período incluye la septuagésima semana de la profecía de Daniel (Dn. 9:24–27; Mt. 24:15–31; 25:31–46).
La segunda venida y el reino milenario
- Enseñamos que después del período de tribulación, Cristo vendrá a la tierra a ocupar el trono de David (Mt. 25:31; Lc. 1:31–33; Hch. 1:10–11; 2:29–30) y establecerá su reino mesiánico por mil años sobre la tierra (Ap. 20:1–7). Durante este tiempo los santos resucitados reinarán con Él sobre Israel y todas las naciones de la tierra (Ez. 37:21–28; Dn. 7:17–22; Ap. 19:11–16). Este reinado será precedido por el derrocamiento del anticristo y el falso profeta, y la remoción de Satanás del mundo (Dn. 7:17–27; Ap. 20:1–7).
- Enseñamos que el reino mismo va a ser el cumplimiento de la promesa de Dios a Israel (Is. 65:17–25; Ez. 37:21–28; Zac. 8:1–17) de restaurarlos a la tierra que ellos perdieron por su desobediencia (Dt. 28:15–68). El resultado de su desobediencia trajo como consecuencia que Israel sea temporalmente echado a un lado (Mt. 21:43; Ro. 11:1–26), pero volverá a ser despertado mediante el arrepentimiento para entrar en la tierra de bendición (Jer. 31:31–34; Ez. 36:22–32; Ro. 11:25–29).
- Enseñamos que este tiempo del reinado de nuestro Señor será caracterizado por armonía, justicia, paz, rectitud y larga vida (Is. 11; 65:17–25; Ez. 36:33–38), y terminará con la libertad de Satanás (Ap. 20:7).
El juicio de los perdidos
- Enseñamos que después de que Satanás sea soltado al final del reinado de Cristo por mil años (Ap. 20:7), el diablo engañará a las naciones de la tierra y las reunirá para combatir a los santos y a la ciudad amada, y en ese momento él y su armada serán devorados por fuego del cielo (Ap. 20:9). Después de esto, Satanás será arrojado al lago de fuego y azufre (Mt. 25:41; Ap. 20:10) y entonces Cristo, quien es el juez de todos los hombres (Jn. 5:22), resucitará y juzgará a grandes y pequeños ante el juicio del gran trono blanco.
- Enseñamos que esta resurrección de los muertos no salvos para juicio será una resurrección física, y después de recibir su juicio (Ro. 14:10–13), serán entregados a un castigo eterno consciente en el lago de fuego (Mt. 25:41; Ap. 20:11–15).
La eternidad
- Enseñamos que después de la conclusión del milenio, la libertad temporal de Satanás y el juicio de los incrédulos (2 Ts. 1:9; Ap. 20:7–15), los salvos entrarán al estado eterno de gloria con Dios, después del cual los elementos de esta tierra se disolverán (2 P. 3:10) y serán reemplazados con una tierra nueva donde solo mora la justicia (Ef. 5:5; Ap. 20:15; 21–22). Después de esto, la ciudad celestial descenderá del cielo (Ap. 21:2) y será el lugar en el que moren los santos, donde disfrutarán de la comunión con Dios y de la comunión mutua para siempre (Jn. 17:3; Ap. 21–22). Nuestro Señor Jesucristo, habiendo cumplido su misión redentora, entonces entregará el reino a Dios el Padre (1 Co. 15:24–28) para que en todas las esferas el Dios trino reine para siempre (1 Co. 15:28).